miércoles, 17 de octubre de 2007

Proserpina

Proserpina era la hija de Ceres y Júpiter, y se le describía como una joven sumamente encantadora.
Venus, para dar amor a Plutón, envió a su hijo Amor (también conocido como Cupido) para que acertase a Plutón con una de sus flechas. Proserpina estaba en Sicilia, en la fuente de Aretusa, donde jugaba con algunas ninfas y recogía flores. Entonces Plutón surgió del cercano volcán Etna con cuatro caballos negros y la raptó para casarse con ella y vivir juntos en el Hades
.
Su madre Ceres, diosa de los cereales o la Tierra, marchó a buscarla en vano por todos los rincones del mundo, pero no logró encontrar más que un pequeño cinturón que flotaba en un pequeño lago. En su desesperación Ceres detuvo enfurecida el crecimiento de frutas y verduras, cayendo así una maldición sobre Sicilia. Ceres rehusó volver al Olimpo
y empezó a vagar por la tierra, convirtiéndose en desierto lo que pisaba.
Preocupado, Júpiter envió a Mercurio para que ordenar a Plutón que liberase a Proserpina. Éste obedeció, pero antes de dejarla ir le hizo comer seis semillas de granada (un símbolo de fidelidad en el matrimonio), de forma que tuviese que vivir seis meses al año con él, pudiendo permanecer el resto con su madre. Ésta es pues la razón de la primavera: cuando Proserpina vuelve con su madre, Ceres decora la tierra con flores de bienvenida, pero cuando en el otoño vuelve al Hades, la naturaleza pierde sus colores.

Aurora



La Aurora es la mensajera del Sol y precede al nacimiento del día. Con sus rosados dedos abre las puertas de Oriente, esparce sobre la tierra el rocío y hacer crecer las flores. El sueño y la noche huyen a su presencia, y a medida que ella se acerca, las estrellas desaparecen.

Orión

Orión era un hermoso mancebo y un cazador infatigable. Sobresalía entre todos los héroes de su tiempo por su estatura y por su fuerza. Diana le eligió para que formara parte de su séquito y le confirió los primeros empleos de su corte, prodigándole patentes muestras de su protección bienhechora; suerte afortunada que parecía que no había de acabarse jamás. Pero su vanidad fue la causa de su ruina. Un día después de llevar a cabo una brillante cacería y mientras era objeto de halagadores elogios, se jactó de que no había monstruo alguno ni en las selvas, ni en los montes, ni en el desierto, con el que no pudiera acabar y prosiguió apuntando que ni las panteras, ni los tigre, ni los leones le producían espanto alguno. La Tierra, que se creyó desafiada por tanta jactancia, mandó contra este gigante un simple escorpión cuya mordedura le causó la muerte. Desconsolada Diana por la muerte de uno de sus más intrépidos cazadores, consiguió que Júpiter lo transportara al cielo y lo colocara entre los astros, donde aún hoy forma una de las más brillantes constelaciones del firmamento: la constelación de Orión.



domingo, 14 de octubre de 2007

Laocoonte


[…] Las serpientes fueron directamente
hacia Laocoonte. Primero, cada una de
ellas se enredó alrededor del cuerpo de
los hijos pequeños del sacerdote,
apretándolos fuerte, envenenándolos […].
Virgilio, La Eneida (II, 59-70)

miércoles, 10 de octubre de 2007

Lisístrata


Lisístrata.- Voy a decíroslo, pues no tiene ya que seguir oculto el asunto. Mujeres, si vamos a obligar a los hombres a hacer la paz, tenemos que abstenernos...


Cleonice.- ¿De qué? Di.


Lisístrata.- ¿Lo vais a hacer?


Cleonice.- Lo haremos, aunque tengamos que morirnos.


Lisístrata.- Pues bien, tenemos que abstenernos del cipote. ¿Por qué os dais la vuelta? ¿Adónde vais? Oye, ¿por qué hacéis muecas con la boca y negáis con la cabeza? ¿Por qué se os cambia el color? ¿Por qué lloráis? ¿Lo vais a hacer o no? ¿Por qué vaciláis?


Cleonice.- Yo no puedo hacerlo, que siga la guerra.


Mírrina.- Ni yo tampoco, por Zeus: que siga la guerra.


Lisístrata.- Y, ¿tú eres la que dice eso, rodaballo?. ¡Si hace un momento decías que te dejarías cortar por la mitad!.


Cleonice.- Otra cosa, cualquier otra cosa que quieras. Incluso, si hace falta, estoy dispuesta a andar por fuego. Eso antes que el cipote, que no hay nada comparable, Lisístrata guapa.




Lisístrata es la obra de teatro más famosa del dramaturgo de la Grecia Clásica Aristófanes. Cuanta la historia de la mujer de un soldado ateniense, Lisístrata. Ella está convencida de que los hombres de Atenas son incapaces de acabar con la guerra que mantienen con Esparta, y es por ello que decide reunir a las mujeres de toda Grecia. Propone un plan que no puede fallar: no mantendrán relaciones sexuales con los hombres hasta que éstos no acaben con la guerra y llegue al fin la paz. En un principio las mujeres griegas no parecen aceptar, hasta que una espartana se une al plan y muestra que es posible su realización. Asimismo las mujeres viejas de Atenas se han hecho con el poder en la Acrópolis donde están los tesoros públicos, y han cortado el suministro económico a la guerra. La treta planeada por Lisístrata se pone en marcha y se siguen manifestaciones, alborotos... Hasta que un oráculo dice que las mujeres alcanzarán la victoria. Los hombres no pueden aguantar más, y firman la paz con los espartanos, un tanto precipitada, pero paz al fin y al cabo, y es más, la firman ante la misma Lisístrata.

martes, 9 de octubre de 2007

Héctor y Andrómaca

Al momento llegó a su morada repleta de gente.
Mas no estaba la de níveos brazos, Andrómaca, en ella, pues con su hijo y la sierva de peplo precioso había ido a la torre a gemir y verter copiosísimas lágrimas.
Y como Héctor no halló a su excelente mujer en la alcoba, se paró en el umbral y a las siervas habló de este modo:
-Escuchadme, ¡oh esclavas! Decid la verdad al momento. ¿Dónde la de los brazos nevados, Andrómaca, ha ido? ¿A ver a mis cuñadas o hermanas de peplos hermosos? ¿O fue al templo de Atenea en el cual las troyanas de bellas trenzas ya se han reunido a aplacar a la diosa terrible?

Y la fiel despensera repuso con estas palabras:
-Héctor, ya que nos mandas decir la verdad, no se ha ido a ver a tus cuñadas o hermanas de peplos hermosos, ni fue al templo de Atenea en el cual las troyanas de bellas trenzas ya se han reunido a aplacar a la diosa terrible, sino que fue a la torre grandiosa de Ilión, porque supo que los teucros perdían y fuerte era el ímpetu aqueo. Como loca anhelante, se fue a la muralla corriendo y con ella marchó la nodriza que el niño llevaba.
Dijo así la intendenta, y salió Héctor de su palacio.
Por las calles bien hechas se fue desandando el camino. Cruzó así la anchurosa ciudad, y cuando hubo llegado a las Puertas Esceas, por donde se iba al combate, corrió Andrómaca a él, la mujer por quien hubo pagado tan preciados presentes, la hija de Etión el magnánimo, que vivía en la falda arbolada de Placo, en la Tebas de Hipoplamia, y reinaba entre todos los hombres cilicios; y el gran Héctor del casco brillante casó con su hija.
A su encuentro acudió y derás de ellas marchó la nodriza que a sus pechos llevaba a su hijo, un chiquillo, muy tierno, el Hectórida amado, como una magnífica estrella a quien Héctor llamaba Escamandrio, y los otros llamaban Astianacte, pues sólo por Héctor Ilión se salvaba.

Sonreía en silencio el gran Héctor, mirando a su hijo, y con llanto muy grande a su lado detúvose
Andrómaca, lo tomó de la mano, y nombró con sus nombres y dijo:
-¡Desgraciado! Te habrá de perder tu valor. No te apiadas de tu hijo tan tierno y tampoco de mí, ¡oh desdichada!, viuda pronto porque los aqueos te habrán de dar muerte, porque todos caerán sobre ti y preferible sería para mí descender a la tierra, pues si te murieras no tendría consuelo jamás, sino sólo pesares puesto que se murieron mi padre y mi madre augustísima. Que ya Aquiles divino ha quitado la vida a mi padre al tomar la ciudad populosa del pueblo cilicio, Tebas la de altas puertas, en donde dio al rey Etión muerte, pero sin despojarlo, pues tuvo temor en el ánimo; su cadáver quemó y con él todas sus armas labradas; le alzó un túmulo en torno del cual las oréades, hijas del que lleva la égida, Zeus, bellos olmos plantaron. Siete hermanos yo tuve en el palacio también y los siete a la casa de Hades bajaron el mismo día; les dio Aquiles, el de pies ligeros, a todos la muerte entre nuestros flexípedes bueyes y blancas ovejas. A mi madre que al pie del selvático Placo reinaba, trajo aquí juntamente con cuantos tesoros teníamos y le dio libertad cuando obtuvo un inmenso rescate, pero Artemis flechera la hirió en mi palacio paterno. Héctor, tú eres ahora mi padre y mi madre augustísima y mi hermano también; eres tú mi marido florido. Ten piedad de nosotros y quédate aquí en esta torre; no me dejes sin padre a tu hijo y viuda a tu esposa. Llévate hasta la Higuera a las tropas, que es más accesible la ciudad desde allí, y es posible escalar las murallas. Por tres veces su asalto intentaron los hombres más bravos, los Áyax y también lo intentó Idomeneo el famoso, los Atridas y el hijo del muy valeroso Tideo; alguien que los oráculos sabe lo habrá sugerido, o quizás ha sido su corazón con su impulso y sus órdenes.

El gran Héctor del casco brillante repuso diciendo:
-Yo también he pensado estas cosas, mas grande vergüenza sentiría ante teucros y teucras de peplos holgados si me vieran huir de la lucha como hace un cobarde. A ello no me da pie el corazón, que aprendí a ser valiente siempre y supe luchar con los teucros delante de todos, deseando la gloria inmortal de mi padre y la mía. Bien mis mientes lo saben y mi corazón lo presiente; día habrá de llegar en que Ilión la sagrada perezca, Príamo y también el pueblo lancero de Príamo. Mas no tanto me inquieta el futuro fatal de los teucros, ni la vida de Príamo el rey, ni aún la vida de Hécuba, ni la de mis hermanos que tantos y tan valerosos en el polvo caerán a los golpes de nuestro enemigo, como tú, cuando algún hombre aqueo vestido de bronce se te lleve llorosa y de tu libertad se apodere. Quizás en Argos habrás de tejer tú para otras las telas, tal vez vayas por agua a la fuente Mereida o Hiperea, contrariada porque sobre ti pesarán estrecheces. Y quizá si llorar te ve alguno, dirá al ver tu llanto: “Fue mujer de Héctor, el más valiente de todos los teucros domadores de potros, luchando delante de Troya”. De este modo hablarán y tendrás una pena profunda por perder a quien pudo librarte de tu servidumbre. ¡Ojalá mi cadáver lo cubran montones de tierra antes que oiga tus gritos o vea en qué forma te arrastras!

Así dijo, y los brazos al niño tendió el noble Héctor.
Mas volvió al punto al seno del aya de hermosa cintura, dando gritos, porque le asustaba el aspecto del padre, temeroso del bronce y la crin caballar del penacho que ondeando terrible veía en lo alto del yelmo.
Sonrieron el padre y la madre augustísima al verlo. Al momento el gran Héctor quitó de sus sienes el casco que dejó sobre el suelo, lanzando brillantes fulgores.

A su hijo querido besó y acunó entre sus brazos, y rogó de este modo a Zeus padre y a todos los dioses:
-Zeus y todos los dioses, hacedme que sea mi hijo como yo, y se distinga entre todos los hombres troyanos, e igualmente esforzado y que reine de Ilión soberano. Que de él digan: “Es aún mucho más valeroso que el padre”, al volver de la guerra con cruentos despojos de un héroe abatido por él, y dé al pecho materno alegría.
Dijo, y al niño puso en los brazos de su esposa amada, y ella aún, al llevarlo esta vez a su seno aromado, sonreía y lloraba. Y sintió compasión el marido: con la mano le hizo caricias nombrándola y dijo:
-¡Desdichada! Que tu corazón no se aflija en exceso porque nadie podrá contra el hado arrojarme en el Hades y el destino no puede evitar ningún hombre nacido y para ello no importa que sea cobarde o valiente.
Vamos, vuelve a la casa y ocúpate de tus quehaceres del telar y la rueca y ordena a las siervas que sigan sus labores, que de las batallas cuidamos los hombres, los que en Troya nacimos y yo, sobre todo, el primero.

Dijo, y el noble Héctor se puso el casco de crines de caballo, y su esposa querida volvió al palacio, mas volviendo su rostro y vertiendo muchísimas lágrimas. Al momento llegó a la morada repleta de gente de Héctor el matador de hombres; muchas esclavas había en la casa y a todas movió a sollozar con su llanto. En su propia mansión a Héctor vivo llorábanlo todas, porque ya no esperaban que de la batalla volviese liberándose ya de la audiencia y las manos aqueas.

Homero. Ilíada. Canto VI (Héctor y Andrómaca)

domingo, 7 de octubre de 2007

Del Caos al Universo

Antes de existir el mar, la tierra y el cielo, continentes de todo, existía el Caos. El sol no iluminaba aún el mundo. Todavía la luna no estaba sujeta a sus vicisitudes. La tierra no se encontraba todavía suspensa en el vacío, o tal vez quieta por su propio peso. No se conocían las riberas de los mares. El aire y el agua se confundían con la tierra, que todavía no había conseguido solidez. Todo era informe. Al frío se oponía el calor. Lo seco a lo húmedo. El cuerpo duro se hincaba en el blando. Lo pesado era ligero a la vez. Los dioses, o la naturaleza, pusieron fin a estos despropósitos, y separaron al cielo de la tierra, a ésta de las aguas y al aire pesado del cielo purísimo. Y, así, el caos dejó de ser. Los dioses pusieron a cada cuerpo en el lugar que les correspondía y estableció las leyes que había de regirlos. El fuego, que es el más ligero de los elementos, ocupó la región más elevada. Más abajo, el aire. La tierra, encontraba su equilibrio, la más profunda.
Hecha aquella primera división, los dioses redondearon la superficie de la tierra y puso límites al airado mar. En seguida, añadió las fuentes, los estanques, los lagos, los ríos, corrientes por la tierra y devorados por el océano. Él mandó extenderse a los campos, cubrirse de hoja a los árboles, elevarse a los montes y a los valles hundirse. Y así como el cielo estaba dividido en cinco zonas- dos a la derecha, dos a la izquierda y una en el centro, que es la más ardiente-, así mismo quedó dividido el universo. De las cinco zonas la del medio quedó inhabitable por el fuego; las dos de los extremos quedaron envueltas en nieves; únicamente las centrales ofrecieron templanza a la vida. Sobre éstas se elevó el aire, más pesado que el fuego, pero menos que el agua y la tierra; y en él se dieron las nubes, la niebla espesa, los truenos que espantan a los hombres, los vientos que forman vorágines y los granizos. El autor del mundo estableció la armonía en esta región: sin ella se hubieran desecho entre sí los elementos. Al euro e hizo soplar hacia Oriente. Hacia el Occidente al céfiro. Al bóreas le empujó hacia el Septentrión, y al austro hacia el Mediodía. Y por fin, dejo que el Éter, sin peso y sin escoria, formase ese color azul que llamamos firmamento.
OVIDIO, Metaforfosis. Libro Primero I.